1.
Lo que
podemos saber acerca de Dios
Dios es para todos los hombres
algo misterioso en el sentido de que no es plenamente conocido y comprendido.
Algunas personas, aun teniendo un conocimiento incompleto, dicen haberse
encontrado con Él y que continuamente están descubriendo nuevos aspectos de Él.
Sin embargo, hay otras que no han tenido esa experiencia y es bueno que nos
preguntemos por qué parecen no querer
saber nada de Dios.
Cada uno de nosotros podría
repasar mentalmente las personas que conoce y que no quieren saber nada de Dios
(dedicamos unos minutos a pensar en sus nombres). Analizando la lista de cada
uno podríamos llegar a la respuesta a esta pregunta. Así nos encontraríamos
con:
- Personas
llenas de prejuicios, conocedoras de todos los tópicos que tratan de
ridiculizar o, en el peor de los casos, culpar a Dios de todos los males. “la
religión es el opio del pueblo (Karl Marx)”, “a vivir, que son dos días” (como
si Dios nos impidiera “vivir” con las normas que nos impone), “con la iglesia
hemos topado” (solo se ve los errores cometidos por la Iglesia)…
- Muchas
veces se intenta conocer a Dios a través de lo que dicen y hacen los que parecen
ser sus seguidores. Si éstos últimos se comportan de forma “sospechosa”, Dios
va perdiendo credibilidad para los observantes. Malas experiencias
personales de este tipo provocan rechazo hacia Dios.
- Otras
personas están muy heridas interiormente, principalmente por los que
deberían haberles querido más. No pueden comprender que Dios sea padre, que sea
bueno, que ame… porque nunca experimentaron nada semejante.
Las personas de estos tres grupos,
muchas veces, no se conforman con ser indiferentes sobre la existencia de Dios
sino que se esfuerzan por demostrar que no existe. Suelen elaborar
razonamientos aparentemente complicados y supuestamente lógicos que, aunque
alguien bien preparado podría desmontar, pueden confundir y sembrar la duda en
personas menos formadas.
- Hay
otros que tienen una idea más próxima de lo que es Dios, pero lo rechazan
porque aceptarle les obligaría a cambiar de vida. Sospechan que tendrían
que renunciar a la mentira, a las estafas, al adulterio (como le pasaba a
Herodías, que odiaba a Juan bautista porque no dejaba de decirle a Herodes que
no debía convivir con ella por ser la mujer de su hermano)…
- Otras
personas no quieren saber nada de Dios porque se consideran capaces de guiar su
vida por sí mismas. Su Ego es el centro de su existencia y parecen no
necesitar nada más.
- También
los hay fanáticos de alguna ideología que no aceptan nada fuera de ella,
están cerrados a cualquier cosa que ponga en duda su esquema mental de las
cosas.
Ante estas reflexiones cabe
preguntarse, entonces, ¿es realmente posible
saber algo y encontrarse con Dios, como algunos dicen haber hecho?
En primer lugar, vamos a intentar
razonar si Dios existe, simplemente usando la lógica, aunque de la forma más
sencilla posible.
Todas las cosas que existen
tienen un origen, una causa. Veamos algunos ejemplos. Yo existo porque mis
padres me engendraron; los árboles del parque existen porque una semilla de su
especie cayó en esa tierra, bien sea plantada por un hombre o llevada por el
viento; las montañas existen porque la corteza terrestre lleva millones de años
en continuo movimiento y hubo un momento en que se plegó formando las
cordilleras…
Sigamos aumentando el tamaño de
las cosas en nuestros ejemplos. El universo, el conjunto de todas las cosas que
existen en el tiempo y en el espacio: planetas, estrellas… con todo su
contenido), también es una realidad, existe. Por tanto, también tiene que tener
un origen, una causa. Esa causa debe ser mayor, diferente al propio universo.
Ese origen del todo lo creado es lo que los cristianos llamamos Dios, el
creador.
Además, Dios no creó el mundo una
vez, en un momento determinado y luego se retiró a descansar. Dios sigue creando.
El mundo se mantiene por su voluntad. Es suyo y Él decide en cada momento que
siga existiendo.
Una vez que hemos razonado que
Dios debe existir surge otra pregunta, ¿cómo
es ese creador? ¿Es bueno, cariñoso y comprensivo o es orgulloso, frío,
lejano? ¿Qué relación quiere tener con su obra? A las respuestas a estas
preguntas ya no podemos llegar solo con nuestro razonamiento. Pero sí hay una
respuesta porque Dios ha querido revelarse, darse a conocer. No escogió
hacerlo usando luces de neón, ni altavoces gigantes. Lo hace unas veces a
través de grandes acontecimientos que nos superan (fenómenos naturales,
destinos de los pueblos…) o de forma muy leve, tocando el corazón de una
persona.
Sigue siendo cierto que Dios es
un misterio y su revelación no es tan evidente como para avasallarnos e
imponerse. Diríamos que es suficientemente evidente para que tengamos una
mínima certeza inicial que nos lanzará el camino de conocerle cada vez mejor.
En este mundo Dios se nos revela a través de un velo que nos permite verlo solo
de forma difusa, suficiente para reconocerlo pero no para verlo tal cual es. Si
aceptamos su revelación, aunque sea menos clara de lo que a veces quisiéramos,
entonces tenemos fe y empezamos una relación con Él a través de la oración.
El diálogo personal con el Señor
es uno de los medios que tenemos para descubrirle. Él se revela a todos sus
hijos, a nosotros y a todos los hombres de todos los tiempos. Y, entre todos,
vamos componiendo una imagen más completa de Dios. El libro que reúne la inmensa
mayoría de la revelación de Dios es la
Biblia.
En el Antiguo Testamento se narra
la acción de Dios con el pueblo de Israel, el que Dios escogió. Este pueblo no
tiene nada de especial; Dios podría haber escogido al pueblo japonés o al
nigeriano. Lo importante es que hubo un pueblo por medio del cual Dios empezó a
darse a conocer. Al principio los hombres temían a Dios. Los restos de las
civilizaciones más antiguas muestran que incluso le hacían sacrificios humanos
para tenerlo contento. Nada más lejos de la voluntad de Dios. Él fue, poco a
poco, mostrando que era un Dios único, bueno, fiel para los que confían en Él.
Personas sencillas, reyes, profetas, sacerdotes… todos contribuyeron a dar a
conocer cómo era Dios.
Finalmente, Dios se reveló de la
forma más clara posible: haciéndose hombre. Jesús es la Palabra definitiva de
Dios, la prueba de su amor profundo e incondicional.
2. ¿Por qué el mundo va mal?
2. ¿Por qué el mundo va mal?
¿Cómo nos gustaría que fuera el mundo? Quizá nos gustaría que el
hombre es tuviera en armonía con la Naturaleza, que no hubiera dinero (ni toda
la corrupción que le acompaña), que no hubiera violencia ni ira, sin delitos ni
crímenes y por tanto sin jueces ni jefes, un mundo en el que todos estuviéramos
sanos…
¿Puede conseguir el hombre un mundo así? Algunos filósofos pensaron
que sí, que el hombre es bueno por naturaleza y, si se empeña de veras, puede
conseguir este mundo. De hecho, algunos supusieron que podrían existir tribus
primitivas, alejada de nuestras “civilizaciones”, en las que todavía se viviera
en este mundo ideal. Entre ellos, algunos incluso se desplazaron en busca de
estos paraísos terrenales. Sin embargo, lo que encontraron no era lo esperado.
La vida en la tribu era dura porque, además de tener que cazar y pescar para
comer, pronto surgían los problemas relacionados con el reparto de bienes;
también tenían enfermedades y a veces pocos remedios para superarlas; ellos
también se habían impuesto normas y leyes para favorecer la convivencia…
En nuestra sociedad no faltan
tampoco personas, o más bien ideologías, que nos ofrecen un mundo mejor
organizado, más justo para todos. A lo largo de la historia se han sucedido
distintas de estas ideologías, desde el humanismo cristiano, el liberalismo, el
marxismo… Y, sin embargo, ninguna de ellas se asienta como definitiva ni nos
hace capaces de acabar con los grandes problemas de la humanidad: sigue
habiendo hambre, reparto desigual de la riqueza, enfermedades…
El problema no es solo de los
otros. También nosotros experimentamos,
lo mismo que San Pablo, nuestra propia debilidad. En Rom 7, 15-25 dice “No
acabo de comprender yo mi conducta, pues no hago lo que quiero, sino lo que
aborrezco. Pero, si hago lo que aborrezco, estoy reconociendo que la ley es
buena, y que no soy yo quien lo hace, sino la fuerza del pecado que actúa en
mí. Y bien sé yo que no hay en mí –es decir, en lo que respecta a mis apetitos
desordenados- cosa buena. En efecto, el querer el bien está a mi alcance, pero
el hacerlo no. Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco. Y si
hago el mal que no quiero, no soy yo quien lo hace, sino la fuerza del pecado
que actúa en mí. Así que descubro la existencia de esta ley: cuando quiero
hacer el bien, se me impone el mal. En mi interior me complazco en la ley de
Dios, pero experimento en mí otra ley que lucha contra el dictado de mi mente y
me encadena a la ley del pecado que está en mí. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me
librará de este cuerpo, que es portador de la muerte? ¡Tendré que agradecérselo
a Dios por medio de Jesucristo, nuestro Señor! Resumiendo, que soy yo mismo
quien con la mente sirvo a la ley de Dios y con mis desordenados apetitos vivo
esclavo de la ley del pecado”.
Entonces, ¿esto va a ser siempre
así? A esta voluntad del hombre de querer organizar el mundo y su propia vida
por sí mismo es a lo que la fe llama pecado
original o pecado de origen. Incluso cuando, como San Pablo, queremos hacer
la voluntad de Dios, experimentamos en nosotros esa llamada del pecado original
que tiende a forzarnos a hacer lo que no queremos.
Todos participamos del pecado
original. Cuando nacemos todavía no cometimos pecados voluntariamente, pero
nacemos en un mundo en el que ese pecado original está presente. Y nosotros
contribuiremos a su presencia. Benedicto XVI lo explica muy bien: “todos
llevamos dentro de nosotros una gota del veneno de ese modo de pensar reflejado
en las imágenes del libro del Génesis. Esta gota de veneno la llamamos pecado
original. El hombre no se fía de Dios. Tentado por las palabras de la
serpiente, abriga la sospecha de que Dios es un competidor que limita nuestra
libertad, y que solo seremos plenamente seres humanos cuando lo dejemos de lado;
es decir, que solo de ese modo podemos realizar plenamente nuestra libertad. El
hombre no quiere recibir de Dios su existencia y la plenitud de su vida. Al
hacer esto, se fía de la mentira más que de la verdad, y así se hunde con su
vida en el vacío, en la muerte”.
Hay otra imagen que puede
ayudarnos a entender mejor el significado del pecado original. Todos sabemos
que los aparatos electrónicos vienen acompañados de un libro de instrucciones
que explican su funcionamiento. Solo si seguimos esas instrucciones
disfrutaremos del servicio que puede hacer el aparato. Algo parecido pasa con
las personas. Todas llevamos en nuestro corazón la ley de Dios, las
instrucciones de Dios para nuestra plena felicidad. No podemos enfadarnos con
Él si decidimos no seguir esas instrucciones y, como consecuencia, nuestra vida
se vuelve caótica.
En resumen, es cierto que el
pecado original nos sacó del paraíso que Dios había soñado para nosotros. Pero
también es cierto que Jesús se hizo hombre para recordarnos las “instrucciones”
de Dios y ofrecernos la llave de un nuevo paraíso: el cielo que ya podemos
anticipar en este mundo cuando vivimos cogidos de su mano.
3. Jesús, más que solo un hombre
Empezamos este breve (pero
sustancioso) tema recordando una historia real que tiene como protagonista al
zar ruso Pedro el Grande. Cuando era joven tenía mucho interés en aprender
muchas cosas para poder gobernar bien su país cuando llegase el momento. Él
pensaba que en su tierra se podrían construir grandes barco, parecidos a los
que hacían los holandeses; así que decidió hacerse pasar por un obrero más e ir
personalmente a sus astilleros para aprender todos los trucos. Así lo hizo y,
gracias a eso, consiguió que Rusia fuera capaz de construir barcos
impresionantes.
Dios también tenía planes grandes
para su humanidad, la que Él había creado. Pero ya sabemos que el pecado
original es el nombre que damos a la primera gran traición del hombre, la
causante de todas las demás y del propio sufrimiento del hombre. ¿Qué hizo Dios
ante esta situación? Veamos primero que NO hizo (y que nosotros seguramente
habríamos hecho):
No se desentendió del problema
dejando a la humanidad a la deriva; No castigó a los hombres como merecían por
su orgullo y desagradecimiento; No rompió la alianza de amor que habían hecho.
En cambio, Si prestó atención al
sufrimiento que venía acompañando al pecado. Y, además, buscó la forma de
acercarse para darnos otra oportunidad de que su plan se llevara a cabo. Es
decir, Dios se hizo hombre en Jesús de Nazaret, hijo de la joven María.
Cuesta trabajo creer que Jesús,
un hombre como tantos otros en la historia, fuera Dios hecho persona. Sus
mismos contemporáneos veían que era alguien con quien podían hablar, reír,
llorar, comer, cantar… exactamente como cualquier otro hombre. Y, a la vez,
veían los milagros que hacía, sentían la fuerza extraordinaria de sus palabras,
contemplaron como le torturaron hasta morir y, más tarde, como venció a la temida
muerte.
Realmente, no sabían qué pensar.
Se necesitaron más de 400 años de reflexión, oración y compartir hasta que en
el año 451, en el Concilio de Calcedonia, se llegó a la afirmación que dice que
Jesucristo es “a la vez verdadero Dios y verdadero hombre”.
Algunas personas que conocen
algunos detalles (más bien pocos) de Jesús no acaban de sentirse identificados
con Él porque siguen viéndolo como alguien lejano, incapaz de comprender su
sufrimiento. Esas personas pueden estar dolidas por haber pasado, ellos o
personas queridas, por enfermedades, marginación, presiones de los compañeros;
quizá se sintieron traicionados por los amigos, juzgados injustamente…
Sin embargo, no hay ningún dolor
por el que no haya pasado Jesús: Él también estuvo enfermo y en la angustia de
la muerte; fue criticado y perseguido; fue traicionado por sus mejores amigos,
condenado injustamente y torturado hasta la muerte.